4 may 2013

El “no lugar” de la generación perdida



Rosa Llobregat – ATTAC País Valencià
Hace 50 años Gertrude Stein miró a los ojos a Hemingway y le dijo: “sois una generación perdida”. Entonces el jazz sonaba de fondo en un París vanguardista arrasado por los ecos de la guerra. Ahora es la Organización Internacional del Trabajo quien mira los datos de la última Encuesta de Población Activa y constata: “vosotros, juventud española, sí que sois una generación perdida”.
No somos Fitzgerald, Dos Passos ni Faulkner, un grupo de escritores  norteamericanos que pasó a la historia con el sobrenombre de “generación perdida” por hallarse desorientados en un momento de contrastes económicos, guerra, pesimismo y desconcierto. A nosotros no nos envuelve un aura de desesperanza romántica, tan sólo una existencia mediocre. Sólo somos jóvenes de todo tipo, con ilusiones truncadas, intentando llevar a cabo un proyecto de vida en el seno de una guerra sin trincheras. Somos la primera generación de españoles nacida en democracia pero vivimos en mitad de una cruda dictadura de mercado. No sabemos cómo derrocar al tirano de turno porque en este caso nuestro opresor no tiene bigote, ni siquiera tiene rostro.

La mitad de la población activa menor de 30 años está parada. El País desgrana en el editorial de este domingo, “La tragedia de los jóvenes”, los últimos datos del INE sobre el primer trimestre de 2013 y augura que la inacción europea deparará “una prolongada situación de inestabilidad social, en la que la frustración de los jóvenes será el principal elemento determinante”. ¿Qué niveles máximos de frustración es capaz de soportar la población joven de este país?
Actualmente, siete de cada diez jóvenes viven en casa de sus padres, sin un proyecto de vida; sin dinero, sin trabajo, sin futuro. André Gorz consideraba la sobriedad —o simplicidad voluntaria— como una necesidad para luchar contra la miseria. La teoría de la relatividad social nos convierte en ricos o pobres en función de nuestro contexto; pero la miseria es una cuestión objetiva. Hay miseria donde no hay para comer, beber, vestirse, curarse o tener un techo decente. Nuestro país ya no permite una vida sobria de bicicleta y camiseta de algodón, ni una pobreza de queso y pan negro; nuestro país condena directamente a la miseria y lo que separa actualmente al joven español de la indigencia es una sociedad tradicional basada en la unidad familiar, solidaria con sus miembros. Eso o el exilio. No hay más opciones.
Y la partida al extranjero ha dejado también de ser una alternativa romántica, aquella elección de intrépidos aventureros —de los que tanto sabe la secretaria de emigración— o de grandes talentos cazados internacionalmente —sobre éstos sabe más Aguirre, por lo que demuestra en sus últimas declaraciones— para convertirse en una penitencia. La condena de la consciencia desoladora del que es rechazado, ya sin patria, en un renacer y morir, donde utopía no significa nada más que “no lugar”.
En un “no lugar” envuelto de un “no tiempo” vivimos esperando que algo suceda, no sólo convertidos en parados, sino también en pasivos. Creemos en las mentiras —y gordas— de partidos que abandonaron los principios hace mucho tiempo, y aunque no les creamos, les dejamos hacer, les perdonamos, como el que perdona las continuas infidelidades de su cónyugue, en un afán de comprender la insoportable levedad del ser…
De pequeños nos hicieron sentir culpables por tenerlo todo. Crecimos en la abundancia, rodeados de abuelos que nos recordaban el hambre y de padres que nos hablaban de represión: “tú lo tienes todo, nosotros no teníamos nada”. Y desde esa abundancia también le perdimos el amor a las cosas, y todo, hasta el mismo amor, se convirtió en desechable. Ahora, confusos y desorientados, en una sociedad que mira atrás, parece que no acabemos de entender qué hicimos mal, ¿nos ocurre esto porque le pedimos demasiados juguetes a los Reyes Magos? Hace diez años no teníamos ni la edad para beber, ¿quién se pegó la borrachera económica en nuestro lugar?
Desde una fingida libertad, no sabemos cómo se lucha, puede que nos protegieran tanto que creciésemos sin los anticuerpos necesarios. Desde fuera nos dicen lo que somos o, en este caso, cómo estamos: perdidos. Y puede que tengan razón. Somos la generación perdida. Y lo somos no porque el mercado se pierda nuestra fuerza como capital humano, sino porque en lo más profundo de nuestra alma, estamos triste y completamente perdidos, y eso, aunque al mercado le importe un bledo, es lo realmente trágico de esta distópica situación.
Rosa Llobregat es periodista
http://www.rosallobregat.com/
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